El patio es blanco e inerte. Es un patio de luces que yo observo desde el último piso, un sexto. El edificio es de 1912 y las ventanas que abotonan las paredes tienen un aire clásico. Cada una con un pequeño alfeizar en el que nadie ha puesto flores ni nigún otro tipo de adorno. Es de un blanco nuclear, recién pintado, y los tejadillos que lo recortan en la parte superior -formando un cuadrado irregular- dejan ver una porción de cielo azul y despejado que contrasta con la sombría frescura del patio. Hay patios de luces que están vivos, siempre llenos de ruido, patios parlanchines, patios que gritan sonidos de platos y vasos chocando, de huevos fritos y agua corriente. Este no. Este está callado y lúcido. Ni siquiera llega el rumor omnipresente del tráfico.
Imagino todas esas grandes casas mudas que lo rodean en un asedio permanente, como incansables centinelas. Una soledad física, una soledad que se puede cortar en tajadas, una soledad de muchos metros cuadrados. Como cuando de niños se nos olvida algo importante en el colegio y debemos volver a buscarlo, y encontramos los pasillos y aulas totalmente estáticas, quietas, congeladas, y pasamos por ellas sin hacer ruido para no despertarlas. Son esos momentos en los que las habitaciones y los objetos, cuando nadie los mira, se quedan suspendidos en el espacio, como si al tirar el arroz en una boda se pudiera detener el tiempo dejado los granos colgados en el aire.
Es algo realmente extraordinario este patio. Si lo pienso puede que sea una de las cosas más hermosas que he visto en toda mi vida. Pienso que si yo no estuviera aquí quizás no existiría, pienso que, como Roy en Blade Runner, este patio se perderá como lágrimas en la lluvia.
Hay una especie de banqueta vieja de patas oxidadas en una esquina de esta habitación. La acerco a la ventana, me siento y saco mi ordenador: Inicio, Mi música... y aparecen infinitas carpetas repletas de la misma emoción, de la misma inquietud. Comienzo a abrirlas una por una en busca de una canción, de un tema, de una pieza digna de este patio. Voy filtrando estilos hasta quedarme con el blues y el jazz. De entre ellos no tardo en encontrar un tema que nunca me falla, Cristo Redentor de Donald Byrd. Coloco el ordenador en el alféizar, el cursor sobre el play y pulso el botón. Las voces de las negras que cantan comienzan a descender desde la ventana por el patio como la bruma de las montañas japonesas.
El hueco del patio comienza a llenarse como si se hubiera producido una fuga en su casco. El gigante vacío comienza a zozobrar y se hunde en la calurosa densidad de la trompeta, se mueve, se vuelve lento. La quietud que antes lo dominaba se va transformando en un movimiento que sólo se podría comparar al de un océano que se despereza. Las ventanas se asientan de nuevo en las fachadas y todo significa otra cosa ahora, algo más.
Una tras otra las notas de rocío van mojando las paredes, las cañerías, las baldosas del suelo. Doy crédito a lo que mis ojos no pueden ver: ese patio ha comenzado a respirar. Es como ver a un gran oso salir de su letargo. Su lomo se mueve hacia arriba y hacia abajo con un ritmo pesado y profundo. Por un momento pierdo la noción de la tozuda realidad y siento algo parecido al miedo, como si estuviera presenciando cómo un vaso se mueve solo, o a alguien levitando ante mis propios ojos. Algo extraño se cuela por la puerta de atrás, pero pronto se diluye en el blanco de las paredes.
La canción, que se arrastra por los salientes grumosos de los muros, y por las grietas, y por las tuberías, está a punto de expirar. Cuando la última nota suena, un pequeño eco queda suspendido como las motas de polvo que se ven al ser atravesadas por un rayo de luz. Y vuelve el silencio (…). Ha sido espectacular.
Imagino todas esas grandes casas mudas que lo rodean en un asedio permanente, como incansables centinelas. Una soledad física, una soledad que se puede cortar en tajadas, una soledad de muchos metros cuadrados. Como cuando de niños se nos olvida algo importante en el colegio y debemos volver a buscarlo, y encontramos los pasillos y aulas totalmente estáticas, quietas, congeladas, y pasamos por ellas sin hacer ruido para no despertarlas. Son esos momentos en los que las habitaciones y los objetos, cuando nadie los mira, se quedan suspendidos en el espacio, como si al tirar el arroz en una boda se pudiera detener el tiempo dejado los granos colgados en el aire.
Es algo realmente extraordinario este patio. Si lo pienso puede que sea una de las cosas más hermosas que he visto en toda mi vida. Pienso que si yo no estuviera aquí quizás no existiría, pienso que, como Roy en Blade Runner, este patio se perderá como lágrimas en la lluvia.
Hay una especie de banqueta vieja de patas oxidadas en una esquina de esta habitación. La acerco a la ventana, me siento y saco mi ordenador: Inicio, Mi música... y aparecen infinitas carpetas repletas de la misma emoción, de la misma inquietud. Comienzo a abrirlas una por una en busca de una canción, de un tema, de una pieza digna de este patio. Voy filtrando estilos hasta quedarme con el blues y el jazz. De entre ellos no tardo en encontrar un tema que nunca me falla, Cristo Redentor de Donald Byrd. Coloco el ordenador en el alféizar, el cursor sobre el play y pulso el botón. Las voces de las negras que cantan comienzan a descender desde la ventana por el patio como la bruma de las montañas japonesas.
El hueco del patio comienza a llenarse como si se hubiera producido una fuga en su casco. El gigante vacío comienza a zozobrar y se hunde en la calurosa densidad de la trompeta, se mueve, se vuelve lento. La quietud que antes lo dominaba se va transformando en un movimiento que sólo se podría comparar al de un océano que se despereza. Las ventanas se asientan de nuevo en las fachadas y todo significa otra cosa ahora, algo más.
Una tras otra las notas de rocío van mojando las paredes, las cañerías, las baldosas del suelo. Doy crédito a lo que mis ojos no pueden ver: ese patio ha comenzado a respirar. Es como ver a un gran oso salir de su letargo. Su lomo se mueve hacia arriba y hacia abajo con un ritmo pesado y profundo. Por un momento pierdo la noción de la tozuda realidad y siento algo parecido al miedo, como si estuviera presenciando cómo un vaso se mueve solo, o a alguien levitando ante mis propios ojos. Algo extraño se cuela por la puerta de atrás, pero pronto se diluye en el blanco de las paredes.
La canción, que se arrastra por los salientes grumosos de los muros, y por las grietas, y por las tuberías, está a punto de expirar. Cuando la última nota suena, un pequeño eco queda suspendido como las motas de polvo que se ven al ser atravesadas por un rayo de luz. Y vuelve el silencio (…). Ha sido espectacular.
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